Wednesday, April 26, 2006

Dos chicos jugando a las escondidas II


Pregunta: ¿Es que Ennis no amaba ni siquiera un poquito a su mujer?

Sunday, April 16, 2006

Dos chicos jugando a las escondidas

Me pasó lo que a mucha gente que vio la película: no poder sacársela de la cabeza fácilmente.
Salí con la impresión de que no era, después de todo –y según yo esperaba- una película tan romántica. Bueno, claro que lo es, pero más allá de eso, me pareció que era una película acerca del paso de los años. De cómo envejecer es, en cierto sentido, ver cerrarse las distintas puertas y ventanas por las que uno se puede escapar de la propia vida, de sus constreñimientos.
Pero todas estas ideas están en la Internet. Sin embargo, intuyo en la película algo más; algo que sentí emanar de una escena en la que Ennis y Jack, gritando, desafiándose mutuamente, corren en pelotas hasta el borde de un precipicio para saltar al agua del lago, algunos metros más abajo.
No era una escena romántica: se trataba sólo de un par de chicos haciendo travesuras. Un par de chicos en libertad total.
Es notable cómo, en las escenas sobre los encuentros de Jack y Ennis en la montaña Brokeback, el director elige mostrarnos, además de la pasión de los cuerpos, la camaradería masculina.
Es como el paraíso perdido de los machos que se casan. O, más bien, de los machos que se hacen adultos. El macho adulto tiene que aprender a administrar su salvajismo adolescente, su exceso de energía física, sus erecciones. Convertirse de “man” en “gentle – man”. Domesticar la testosterona.
Los hombres así adultos tienen pocos amigos íntimos. Digo pocos, porque no me atrevo a escribir que lisa y llanamente, no tienen amigos íntimos. Quiero decir, un amigo con el que te vayas, como hacen Ennis y Jack, a pasar el tiempo a una montaña. Hacer todo lo que ellos hacen... excepto tirar, claro. Y en una de ésas, también tirar.
Yo creo que esto es parte del costo de esa adultez-domesticación, y también, por supuesto, del horror al homoerotismo.
Pero me imagino que por ahí, en alguna parte del corazón, el macho animal doméstico añora un espacio para el libre ejercicio de una amistad preadolescente: un lugar físico y psíquico para desentumecerse, estirar los músculos, admirarse y encontrarse bellos en su masculinidad; libres incluso del deseo de la mujer, para que ni siquiera su hombría se defina en función de ellas.
Como cuando eran niños; cuando eran nada más que chicos jugando a las escondidas.

(Por cierto, la toma frontal de los chicos saltando al agua fue editada y en definitiva, sacada de la película.)

Wednesday, April 05, 2006

¿Quién inventó el astrolabio?

Esta página reúne breves reseñas biográficas de mujeres que alcanzaron algún reconocimiento en el área de las matemáticas. Los textos, además de breves, son evidentes traducciones de otro idioma -probablemente del inglés- así que hay que leerlos con cierto tipo de benevolencia, pero vale la pena hacerlo.
Impresionan los pequeños vistazos que se nos dan acerca de las vidas de esas mujeres: De una, por ejemplo, se nos dice que su trabajo permaneció muchos años ignorado, pero que habría sido la primera persona que entendió lenguajes de computadora y programación. De otra, se nos informa que durante su vida recibió el premio "Hombre del Año en las Ciencias de Cómputos", otorgado por la Data Processing Management Association (el subrayado irónico es mío).
Otra, logró milagrosamente dedicarse a estudiar matemáticas y cuidar de sus ¡veinte! hermanos, ya que nunca se casó (ahí sí que habría sido imposible para ella publicar el libro en que describe una cierta "curva de plano cúbico", supongo). Otra más, fue traicionada por su tutor, quien dijo a todo el mundo que el libro de física que ella acababa de publicar en realidad no era de su autoría. Cuando se arrepintió y confesó la verdad, ya era tarde: Emilie había muerto.
Muchas de estas biografías dan cuenta de muertes tempranas. La peor fue, sin duda, la de Hipatia: Matemática brillante, inventora del astrolabio, directora ni más ni menos que del Museo al que pertenecía la Biblioteca de Alejandría; en fin, mujer educada, en uno de los peores siglos para haberlo sido, concentró el odio de una turba de fanáticos religiosos que consideró que su saber era pagano. Al negarse ella a convertirse a la nueva fe, la mataron separando su carne de sus huesos con el filo de conchas marinas.
Poco después, estas mismas gentes quemaron la Biblioteca de Alejandría.

Sunday, April 02, 2006

Dónde almorzar en Nehuentúe

Al norte de Puerto Saavedra, y tras cruzar en balsa el río Imperial, se llega al pueblo de Nehuentúe. Quería llegar, porque unas chicas que recogí en el camino me habían dicho que el mejor lugar para almorzar en toda la zona, era la casa de una señora, en la primera calle de Nehuentúe luego de cruzar el río.
Mi primer intento fracasó: la balsa estaba temporalmente detenida al otro lado del río. Seguramente, era hora de almorzar también para el balsero.
Opté por devolverme en dirección a Carahue y tomar en Tranapuente el desvío a Nehuentúe. Pero cuando me encontré en el camino de ripio, apareció una salida hacia Nehuentúe, sospechosamente, hacia el oriente; según yo, era el lado equivocado para tomar hacia la costa.
Desconfié; seguí andando, me entusiasmé con el camino, y me imaginé llegando a almorzar a Tirúa.
Pero el camino era pesado. Además, era la tercera vez en mi vida que manejaba una camioneta, y no me atrevía a andar a más de sesenta kilómetros por hora: después de todo, soy una mamá en serio, lo que supone andar con cuidado sobre todo en este tipo de aventuras unipersonales.
Así que cuando apareció un caminito que decía "La Lobería", me desvié hacia la costa.
Me imaginaba una caleta de pescadores y, en el mejor de los casos, un restaurante donde comer un pescado frito. En el peor de los casos, un puestito donde comprar unas almejas y un limón.
Pero no había nada de eso. De hecho, después de un espectacular camino de tierra roja y amarilla, serpenteante entre los bosques, me encontré en un caserío donde no andaba un alma.
Avancé con cuidado, acercándome a la playa. Los únicos seres vivos eran unas vacas y unos chanchos paciendo descuidados. El lugar estaba rodeado de cerros, todos de un increíble verde esmeralda, con manchones oscuros correspondientes a arboledas.
Llegué al fin del camino, que terminaba en una caída de unos tres metros sobre la arena. Detuve la camioneta y me bajé a mirar… la playa era increíble: un pedazo de cerro se internaba un poco sobre la arena, donde el viento y el mar habían formado un portal de roca.
A esas alturas, la cámara funcionaba a regañadientes: las pilas estaban descargadas, y el truco de frotarlas o cambiarlas de lugar, estaba dejando de funcionar.
Después de un rato, desanduve camino hasta un pequeño desvío que indicaba “a Coi Coi”. El camino estaba interrumpido por un portón, que tenía un letrero que decía “Siga adelante, sólo cierre el portón”. El portón era pesadísimo; me herí una mano al moverlo.
Cuando, pocos metros más allá llegué a la playa, había bastante más gente: un grupo de pescadores de un club de pesca de Nueva Imperial. Conversé con ellos unas pocas palabras. De su pesca, sólo pude reconocer un tollo tremendo que traía en vilo un tipo que se acercaba desde la playa.
Estuve poco rato ahí; me sentía un bicho extraño: mujer, sola, santiaguina, en una camioneta arrendada, llegada de casualidad por ahí… Así que emprendí el camino de vuelta.
Esta vez tomé la salida a Nehuentúe de la que había desconfiado antes, que primero me llevó hacia Tranapuente y después, por una preciosa costanera paralela al río, me dejó en Nehuentúe. O más bien, en el brazo de río que había que cruzar en balsa para llegar hasta Moncul. Habría intentado ese cruce, pero el letrero que lo anunciaba advertía que sólo debían cruzar vehículos con tracción en las cuatro ruedas.
Por fin, pues, había llegado a Nehuentúe y al restaurante recomendado. Llegué a eso de las cuatro de la tarde: según las chicas que me lo recomendaron, a la hora de almuerzo se llenaba, así que finalmente, fue bueno haber llegado más tarde para no tener que esperar, pero entonces ya no les quedaba róbalo, sino sólo pejerreyes.
Almorcé cuatro pejerreyes fritos con arroz, y ensalada de tomates con cebolla. De postre, cortesía de la casa, me ofrecieron frambuesas con crema. Terminé con un café epresso. El opíparo almuerzo salió por la módica cifra de dos mil quinientos pesos. Habría fotografiado el plato y el lugar, pero la cámara ya había dejado de atender mis ruegos.
En todo caso, el lugar se llama Restaurant Moll’s y es una casa de madera, habilitada para servir comidas, limpia, hogareña, atendida por sus propios dueños.
Absolutamente recomendable.