
Al norte de Puerto Saavedra, y tras cruzar en balsa el río Imperial, se llega al pueblo de
Nehuentúe. Quería llegar, porque unas chicas que recogí en el camino me habían dicho que el mejor lugar para almorzar en toda la zona, era la casa de una señora, en la primera calle de Nehuentúe luego de cruzar el río.
Mi primer intento fracasó: la balsa estaba temporalmente detenida al otro lado del río. Seguramente, era hora de almorzar también para el balsero.
Opté por devolverme en dirección a Carahue y tomar en Tranapuente el desvío a Nehuentúe. Pero cuando me encontré en el camino de ripio, apareció una salida hacia Nehuentúe, sospechosamente, hacia el oriente; según yo, era el lado equivocado para tomar hacia la costa.
Desconfié; seguí andando, me entusiasmé con el camino, y me imaginé llegando a almorzar a Tirúa.
Pero el camino era pesado. Además, era la tercera vez en mi vida que manejaba una camioneta, y no me atrevía a andar a más de sesenta kilómetros por hora: después de todo, soy una mamá en serio, lo que supone andar con cuidado sobre todo en este tipo de aventuras unipersonales.
Así que cuando apareció un caminito que decía "
La Lobería", me desvié hacia la costa.
Me imaginaba una caleta de pescadores y, en el mejor de los casos, un restaurante donde comer un pescado frito. En el peor de los casos, un puestito donde comprar unas almejas y un limón.
Pero no había nada de eso. De hecho, después de un espectacular camino de tierra roja y amarilla, serpenteante entre los bosques, me encontré en un caserío donde no andaba un alma.
Avancé con cuidado, acercándome a la playa. Los únicos seres vivos eran unas vacas y unos chanchos paciendo descuidados. El lugar estaba rodeado de cerros, todos de un increíble verde esmeralda, con manchones oscuros correspondientes a arboledas.
Llegué al fin del camino, que terminaba en una caída de unos tres metros sobre la arena. Detuve la camioneta y me bajé a mirar… la playa era increíble: un pedazo de cerro se internaba un poco sobre la arena, donde el viento y el mar habían formado un portal de roca.
A esas alturas, la cámara funcionaba a regañadientes: las pilas estaban descargadas, y el truco de frotarlas o cambiarlas de lugar, estaba dejando de funcionar.
Después de un rato, desanduve camino hasta un pequeño desvío que indicaba “a Coi Coi”. El camino estaba interrumpido por un portón, que tenía un letrero que decía “Siga adelante, sólo cierre el portón”. El portón era pesadísimo; me herí una mano al moverlo.
Cuando, pocos metros más allá llegué a la playa, había bastante más gente: un grupo de pescadores de un club de pesca de Nueva Imperial. Conversé con ellos unas pocas palabras. De su pesca, sólo pude reconocer un tollo tremendo que traía en vilo un tipo que se acercaba desde la playa.
Estuve poco rato ahí; me sentía un bicho extraño: mujer, sola, santiaguina, en una camioneta arrendada, llegada de casualidad por ahí… Así que emprendí el camino de vuelta.

Esta vez tomé la salida a Nehuentúe de la que había desconfiado antes, que primero me llevó hacia Tranapuente y después, por una preciosa costanera paralela al río, me dejó en Nehuentúe. O más bien, en el brazo de río que había que cruzar en balsa para llegar hasta Moncul. Habría intentado ese cruce, pero el letrero que lo anunciaba advertía que sólo debían cruzar vehículos con tracción en las cuatro ruedas.
Por fin, pues, había llegado a Nehuentúe y al restaurante recomendado. Llegué a eso de las cuatro de la tarde: según las chicas que me lo recomendaron, a la hora de almuerzo se llenaba, así que finalmente, fue bueno haber llegado más tarde para no tener que esperar, pero entonces ya no les quedaba róbalo, sino sólo pejerreyes.
Almorcé cuatro pejerreyes fritos con arroz, y ensalada de tomates con cebolla. De postre, cortesía de la casa, me ofrecieron frambuesas con crema. Terminé con un café epresso. El opíparo almuerzo salió por la módica cifra de dos mil quinientos pesos. Habría fotografiado el plato y el lugar, pero la cámara ya había dejado de atender mis ruegos.
En todo caso, el lugar se llama Restaurant Moll’s y es una casa de madera, habilitada para servir comidas, limpia, hogareña, atendida por sus propios dueños.
Absolutamente recomendable.