No creo haber puesto nunca antes mis manos sobre uno de su clase. ES que, desde lejos, me producía desconfianza; me parecía tosco y rudo; creía que exigiría de mis dedos y de mis hombros una fuerza y un entrenamiento que no tenían.
Así que me llevé una sorpresa deliciosa cuando me crucé sobre una clavícula su correa y, al pulsar sus gruesas cuerdas, las sentí vibrar, blandas, casi cremosas, sobre los trastes del mástil.
El sonido se me perdía entre los acordes de la guitarra y los desmanes de la batería; traté de seguir la guitarra calculando los tonos más o menos por la posición de las manos del guitarrista.
Hicimos un par de ensayos. El guitarrista –primo dilecto– me indicó los tonos de un “ostinato” que repetí para un par de temas.
Toqué. Me resultó extremadamente fácil. Pude

olvidarme a los pocos segundos de “tener que tocar”, para perderme en el sonido conjunto y disfrutar de “estar en el grupo”.
Supongo que ésa es la gracia del bajo: que puede ser un instrumento muy simple. Puede limitarse a cumplir su función y va a sonar bien. Fome, tal vez, pero bien.
Me pareció también que puedes aprenderlo en el acto mismo de ensayar con el grupo; es decir, sin necesidad de demasiadas horas perfeccionándote en solitario.
Y además… lo encontré rico, voluptuoso. Se acomodó como una mascota regalona colgando de mis hombros y me encantó su peso, su textura, su largo mástil, la amplitud de sus espacios entre los trastes. Adoré su sonido retumbando hacia arriba a lo largo de mi espina dorsal.
Me he vuelto a enamorar.